La historia de Vilasantar (A Coruña) empieza en la iglesia parroquial, construida por los monjes que habitaban el monasterio alrededor del siglo XI y donde San Pedro de Mezonzo, que daría nombre al conjunto y sería obispo de Iria Flavia y de Compostela, compuso la Salve Regina que todavía hoy se reza y se canta.
A escasos metros de la iglesia y lejos de la huella de la ciudad, se encuentran “A Pontiga” y uno de los únicos batanes que se conserva, no sólo en Galicia, sino en todo el territorio español. Su dueño, José Mahía, explica al turista que el batán es una máquina destinada a transformar el tejido ligero y abierto en uno tupido y con mayor capacidad para calentar.
“Nos traían mantas de cuatro metros y tras pasar por el batán se llevaban piezas de menos de la mitad”, explica el propietario. Además de tupir la lana, el batán lavaba, desengrasaba y retiraba el pelo de la manta menos fijado evitando su caída posterior.
El sistema hidráulico de la máquina de José continúa funcionando
La máquina es impulsada por la fuerza de una corriente de agua que hace mover una rueda hidráulica activando los mazos que posteriormente golpean el tejido hasta compactarlo. Además del agua que llega a las mazas, otro pequeño canal conduce el caudal hasta la cuba para mantener mojadas las mantas mientras dura el proceso, evitando su desgaste por rozamiento. El chorro de agua servía a su vez para refrigerar los soportes del eje. Hoy ya no existen mantas para batanear pero la maquinaria funciona y el propietario simula el proceso utilizando una esponja.
Una máquina que asustó a Don Quijote
El batán, una máquina textil de madera de roble, se encuentra a orillas del río Gándara, afluente del Tambre, y para llegar a él es necesario atravesar un frondoso bosque por el que años antes, la familia de José ‘do Batán’ transportaba a cuestas las mantas que salían de los telares artesanos para someterlas a su proceso de acabado. “La gente nos las traían en caballos o mulas y luego venían a recogerlas”, detalla.
“Mi familia vivía del batán y de la ganadería hasta que llegó la industrialización y los nuevos tejidos y dejamos de trabajar”. José Mahía recuerda cómo, al morir su padre, pasó sus primeros años de juventud ayudando en el batán, hoy rehabilitado y en perfecto estado. El incremento del precio de la mano de obra y el cambio socio-económico vivido a principios de siglo, ayudaron a poner fin a un negocio del que había vivido la familia durante más de mil años.
El funcionamiento del batán era estacionario, de febrero a junio, debido a que en el período estival el río no lleva el caudal suficiente y en los meses de invierno resultaba muy complejo secar las mantas. Además, la carga de trabajo no bastaba como para que funcionase todo el año.
Los aventureros descubren que la belleza del lugar en el que se encuentra el batán responde no sólo a la máquina sino a la enorme cascada en la que se encuentra y rodeado de un bosque de árboles autóctonos, sobre todo laureles y robles, lo que convierte la zona en un auténtico paraje de cuento.
Los batanes se extendieron por toda España desde el siglo XII. Hasta El Quijote recoge en una de sus páginas un episodio en el que el hidalgo descubría la máquina y se asustaba al desconocer su finalidad. Se cree que surgieron tras los molinos en los que se transformaba el grano y en lugares como Asturias han contabilizado hasta 200. En Vilasantar, además del batán, José Mahía conserva un molino al que se suceden otros río abajo.
Hoy la mayoría de ellos está en estado ruinoso e incluso totalmente desaparecidos, siendo pocos los que se conservan y ninguno en funcionamiento. El de Vilasantar sin embargo, funciona y José Mahía lo pone en marcha cada vez que un visitante se acerca para conocer uno de los modos de subsistencia de nuestros antepasados.
Origen del batán de Vilasantar
Según José Mahía el batán fue construido por los monjes que habitaban el monasterio de Mezonzo donde ahora está la iglesia parroquial. “Es una máquina muy sofisticada, compleja, por lo que seguro que fueron los monjes los que ayudaron a construirlo”, explica.
Eran tiempos en los que el conocimiento y la técnica en los lugares pequeños se limitaban al entorno eclesiástico, por lo que lo más probable es que el batán fuese mandando construir por los monjes, que además era los principales clientes.
El batán de Vilasantar estuvo en funcionamiento hasta el año 1954, momento en el que se abandona hasta su restauración en el año 2001. José Mahía lamenta la falta de apoyo de las administraciones con un elemento singular y se encarga de mantenerlo cuidado, así como el entorno que lo rodea.
Para ello ha construido todo un sendero con escaleras de madera a orillas del río que desemboca no sólo en el batán, sino que lleva al visitante hasta uno de los puntos donde es más visible la cascada, o a uno de los molinos donde los agricultores del lugar molían el trigo. Cuando los visitantes se interesan por el precio de la visita, responde cauteloso: “tengo que cobrar algo porque da mucho trabajo mantenerlo así”.
Elaboración de la manta
Eran necesarios 10 kilos de lana de oveja para elaborar cada pieza. Tras lavarla y secarla se cardaba con una carda de púas de alambre. Con los lotes de lana se creaban copos que tras colocarlos en la rueca se transformaban en ovillos de hilo con la ayuda de un huso. A partir de los ovillos de hilo las tejedoras confeccionaban las mantas en sus telares artesanos y de ahí se llevaba al batán para reducir las dimensiones de las mantas y hacerlas compactas. El proceso duraba en torno as las 30 horas en las que la manta disminuía sus dimensiones en un 50% y, tras secarse, quedaba lista para su uso.
Fuente: Diario El Mundo